EL ACANTILADO Y LA CRUZ

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Mi vida es un continuo corroborar que Dios está presente dentro de mí.
Y tomo conciencia de esta realidad en mi debilidad y en mi impotencia.
Cuando me siento fuerte, entonces es que me estoy confundiendo: Estoy haciendo mío lo que sólo es de Dios.
Cuando me siento débil es cuando compruebo la fuerza de Dios en mí. Sólo en mi debilidad puedo discernir qué es mío y qué es de Dios.
 
Por eso a veces Dios permite que yo tropiece, para darme la oportunidad de advertirme que la fuerza la tiene Él. Y esto no lo hace para humillarme, sino para llevarme a la Verdad donde yo esté seguro, protegido por su Amor.
Tropiezo, voy a caer al abismo que estaba ante mí y yo no era capaz de ver, pero no caigo. Apenas un par de heridas y, sobre todo, un buen susto.
Él, una vez más, me ha salvado. “Nunca me cansaré de hacerlo”, me dice.
 
Mi propia luz no es blanca, no brilla, apenas ilumina una parcela muy mezquina y a veces deja a oscuras las cosas más importantes.
La Luz de Dios saca afuera la hermosura del universo entero. No deja nada a oscuras.
Por eso, que mi luz se apague, que mi ‘yo’ se desvanezca, y que la Luz de Dios brille a través de mí.
Sinceramente lo creo: Ser cristiano es ser lámpara de la Luz de Dios.
Pero la lámpara no debe engañarse y pensar que la luz le es propia. Su misión es sólo difundirla.
 
A pesar de que lo  mucho me cuesta aprender esta lección, a pesar de la torpeza que demuestro como discípulo, sé que Dios se siente orgulloso de mí.
Él sólo me pide una cosa: Lealtad.