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pequeñez del hombre ante Dios

Salmo 039

Yo me decía: «Guardaré en mi interior la Verdad que el Padre me ha mostrado, dejaré que germine en la fe y en el silencio.»
Enmudecí, quedé en silencio y calma: mas la alegría de los hombres en el mundo me atraía invitándome a renunciar a mi silencio y a jugar a vivir en la inconsciencia.
Dentro de mí mi corazón se acaloraba, de mi queja prendió el fuego, y mi lengua llegó a hablar: «Hazme saber, Dios mío, mi fin, y cuál es la medida de mis días, para que sepa yo cuán frágil soy.»

Echo la vista atrás, todo lo que he vivido apenas llena un instante en mi recuerdo. Mis triunfos, ¿qué ventajas me dejaron?; mis fracasos, ¿quién se acuerda de ellos? He pasado por este mundo como una sombra oscura, un soplo todas mis pertenencias: nada de lo que amontone me lo podré llevar conmigo.
Y ahora, Señor, ¿qué puedo yo esperar? En ti está mi esperanza. De todas mis rebeldías líbrame, no permitas que la insensatez se me muestre en su atractivo, sino mantenme en mi silencio. Me callo ya, no abro la boca, pues eres Tú el que actúa.

Enséñame a ver tu providencia en el peso de la vida que me oprime. Tú deshaces al hombre de sus anhelos materiales, le haces ver lo caprichoso de muchos de sus afanes. Tu Verdad deshace a un hombre entero derribando, uno a uno, todos sus desvelos, mostrándole el vacío que encierran.
Escucha mi súplica, Padre, presta oído a mi grito, no te hagas sordo a mis lágrimas. Pues soy tu hijo junto a ti. ¡Déjame respirar y no me muestres a un tiempo lo absurdo de todas las ilusiones que me mantienen vivo! Pues si no estoy vivo, ¿qué vida te puedo ofrecer para que Tú la hagas eterna?

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