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enfermo y abandonado

Salmo 041

¡Dichoso el que cuida del débil y del pobre! En día de desgracia el Padre le libera; Él le guarda, vida y dicha en la tierra le depara, y no le abandona a la saña de sus enemigos; le sostiene el Amor en su lecho de dolor; Tú, Padre, rehaces entera la postración en que se sume.

Yo he dicho: «¡Ten piedad de mí, Padre mío, sana mi alma, que me he ido alejando de ti y me siento sucio!» Mis compañeros hablan mal de mí: «¿Cuándo se morirá este lunático?»
Si alguno de ellos se acerca a hablarme, se deshace en sonrisas y atenciones, pero luego va afuera a murmurar: «¡Ja, ja! ¿Sabes lo que me dijo...?»

Cuchichean. Algunos parecen defenderme, se sonríen con paternalismo, pero en el fondo de sus corazones sienten alegría de verme abatido. Los legalistas incluso dicen: «Cosa de infierno ha caído sobre él: no se sometió a nuestras leyes y no podía esperarse otro desenlace. No creo que salga de ésta...»
Hasta mi amigo íntimo en quien yo confiaba, el que mi pan compartía, ése es el primero en traicionarme, en venderme al mundo para que el mundo me juzgue.

Mas tú, Padre, ten piedad de mí, levántame y les mostraré tu gloria; en esto sabré que tú eres mi amigo: si mi enemigo no puede lanzar su grito contra mí. A mí me mantienes en mi inocencia, y ante tu faz me admites por siempre. Mi pecado ya había sido borrado aun antes de haberlo cometido, porque Tú, Padre, no miras los actos de los hombres, sino la disposición del corazón.
¡Bendito sea el Amor, único Dios verdadero, desde siempre hasta siempre! ¡Amén! ¡Amén!

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