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himno al Amor incondicional

Salmo 147

¡Aleluya!
Alabemos al Amor, al Padre de todo lo que existe. No por Él, que tiene toda la gloria, sino por nosotros mismos, pues alabándolo a Él nos deshacemos de ese mundo pegajoso que nos atrapa con la única pretensión de quitarnos la fe y hacernos sufrir.
Alabemos al Amor, y comprobaremos como Él, por medio de nosotros, de nuestra fe, congrega a los que están dispersos, concilia a los que están enfrentados. A los han perdido toda esperanza los colma de ilusiones, a los que han sido heridos en el alma, Él los toca con su mano, sopla con su aliento, y quedan sanos.
Nuestro Padre no tiene espacios prohibidos, ni existe nada que exista fuera de su providencia. Porque el universo es uno solo, y el Amor es uno solo, y así como no existe nada que pueda escapar en su presencia del universo, tampoco existe nada que pueda escapar del Amor del Padre.
Nada es pequeño para nuestro Dios, cada cosa merece toda su atención. Como un buen padre conoce a sus hijos, por muchos que sean, y los llama por sus nombres, y los cuida en conjunto y también a cada uno por separado, así nuestro Padre celestial, el Amor, conoce todas las cosas, las distingue unas de otras por mucho que se parezcan, y cada una es especial para Él. Sus brazos no tienen límite que les impida abrazar al universo entero.
Desde debajo de la tierra hace brotar la hierba, desde lo alto del cielo, hace caer el agua.
Alabemos al Amor, Padre de todo, no por Él, que suya es la gloria eterna, sino por nosotros mismos, para que no nos descuidemos ni desviemos la mirada pensando que otra cosa va a darnos lo que de Él no recibimos.
El ser vivo más insignificante tiene en el Amor su razón de ser, y de Él recibe todo su aliento vital. Los astros no se desvían de sus órbitas, no por las leyes de la física, que son sólo abstracciones humanas, reflejos de lo infinito en la finitud de la razón, sino por la misericordia del Padre, que gusta de la Belleza, la Armonía y el Orden.
Por eso Él no se hace cómplice del que usa de la violencia, del que mata la Belleza y destruye el Orden. No deja de amarlo, pero respeta la libertad, pues sin libertad, la palabra Amor sólo sería formalismo e hipocresía.

¡Alabemos al Amor, que ha construido una Ciudad para todo los que de corazón a Él se acerquen! Alabémosle por nuestro propio bien.
Que Él tiene las llaves que abren y cierran todas las puertas del universo, y es cómplice y amigo de los que de Él se fían. Hijos, todos somos, pero sus cómplices y amigos ven correr el Agua de la Vida junto al lecho donde descansan y junto al desierto donde sufren.
“¡Venid a mí los que estéis cansados y abatidos!” Así grita el Padre a través de su Palabra hecha carne: el Rey que gobierna en la Justicia.
No destruirá al traidor, sino que le esperará con cariño y sin reproches, listo para curar sus heridas y colmarlo de satisfacciones nada más verlo regresar a su presencia.
Su Palabra la pronuncian los astros, la explican las flores, la relatan los animales, la esparce el viento y la hacen visible los mares y las montañas. ¿Quién no es capaz de entenderla? Sordos están los hombres, inmersos en luchas mezquinas. Desafiando, compitiendo, juzgando, castigando con su pobre justicia que siempre revierte en su propia contra.
El Espíritu de la Verdad no se esconde ni cobra ningún precio por inundar el espíritu del hombre. Basta abrirle las puertas del alma y Él hace morada en el ser humano, pues en ello se manifiesta su Belleza, su Orden, su Paz.
¿Quién da Amor a cambio de recompensas? Dios no necesita recompensas, porque el Amor es pleno en sí mismo. Su alegría consiste en entregarse, en hacerse carne en el género humano.
Éste es el Reino que Cristo vino a anunciar, y que instituyó con su muerte y su resurrección.

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