KYRIE ELEISON

     

aprisco

   

 

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libro 1 - capítulo 2


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  En el mundo, los hombres discuten intentando cada uno demostrar a los otros que él tiene la razón.
Y esto porque piensan que, el que tiene la razón, tiene la verdad.
En el Reino, nadie tiene la razón pero todos estamos en la Verdad.
La Verdad es el Amor, y el Amor da fruto. Pero el fruto no es la Verdad, porque el fruto muere para poder renovarse, y así permanecer.
Así también, mis palabras son el fruto de mi Amor, pero mis palabras no son, ellas mismas, la Verdad, sino que la Verdad estará en el Amor que las generó.
Por eso yo no pretendo tener razón con mis palabras. El que tenga oídos para oír, oirá mucho más de lo que mis palabras digan, pero el que no los tenga, ese se limitará a quitarme una razón que ni siquiera yo pretendo tener.

Los hombres pretenden ganarse el beneplácito de Dios defendiendo las posturas y los criterios que ellos consideran divinos. Y piensan que tienen la razón.
Cuando hayan de presentarse ante el Señor, Él no mirará la corrección de sus criterios ni lo razonable de sus posturas, sólo mirará el Amor que ardió en su corazón. Porque Dios no se atiene a razones ni defiende a un hombre para despreciar a otro: El que ama a su prójimo, el que no se defiende del mal haciendo el mal, a ese protegerá Dios, aunque este hombre no tenga la razón y sus criterios estén totalmente equivocados.

En el mundo los hombres juzgan, y el juicio sólo es posible a la luz de ley. Entonces deciden quién tiene razón. Del que tenía razón dicen que estaba en la verdad, y queda absuelto; del que no la tenía, que esta equivocado, y resulta condenado.
No es así como Dios juzga, el juicio de Dios es otro:
Todo lo que está oculto saldrá a la Luz, todo, hasta el detalle más escondido quedará expuesto tal cual es, sin disimulo, nada será atenuado.
El hombre que reconozca esa Luz como su propia luz aunque le delate en lo más vergonzoso de sí mismo, ése se salvará. El que no la reconozca sino que blasfeme contra ella porque no soporte ver expuesta su propia realidad, ése no se salvará (mas esto último no lo digo para que se cumpla, sino para que no se cumpla).
No existe otro juicio que éste. ¿Qué criterio humano podrá atenuar la Luz de Dios cuando ésta resplandezca ya sin sombras?
Pero el que ya se ha expuesto a la Luz muriendo al mundo y permaneciendo en el Amor, ése no sólo no será juzgado, sino que se regocijará inmensamente cuando las sombras definitivamente se disipen, porque así podrá ver a Dios cara a cara.

En el Islam, en otras religiones orientales, incluso en el agnosticismo o en el ateísmo formal, una multitud incontable de hombres viven iluminados por la verdadera Luz, la de Jesucristo, y no lo conocen por su nombre e, incluso, rechazan su nombre porque no les es posible identificarlo con la Luz que brilla dentro de ellos. Aquel día nosotros, “cristianos institucionales”, habremos de apartarnos para que muchos de ellos entren primero que nosotros a tomar definitivamente posesión de sus lugares en el Reino de los Cielos.
¿Quién les ha hablado tan torpemente de Cristo como para que no hayan podido identificarlo con la Luz que ya ellos conocen? El Señor ya lo dijo: “Hasta las piedras hablarán.”

El universo entero, con todo lo que contiene, se desplaza lentamente de la oscuridad de la ley hacia la Luz del Amor. Ninguna cosa puede ni acelerar ni retrasar este movimiento. Mientras que dentro de las sombras haya luz, y dentro de la Luz sombras, el tiempo transcurre. Pero a medida que se va agotando la luz que está encerrada en la oscuridad, y se van iluminando las sombras que se esconden en la Luz, todo se acelera y, en un momento determinado, se precipita. Cuando Dios Padre lo decida, ya la Luz resplandecerá victoriosa: Entonces sobrevendrá el juicio final.

Hombres maduros, de férreos criterios, de razonamientos irreplicables; muchos de ellos se presentan como fieles defensores de leyes divinas.
Se les dice una Verdad, y se miran unos a otros meneando la cabeza con gestos de desconfianza. Pero ante una imprecisión cualquiera en materia de dogma, se levantan de sus asientos indignados.
Cuelan un mosquito y se tragan un camello.
¿Serán capaces aquel día de soportar la visión de su propia realidad?
Sólo los niños que miran a la luz con los ojos muy abiertos, y los que se hagan como ellos, se librarán de ser juzgados.

¿Qué es lo que quiere Dios para sus hijos a los que ama infinitamente? ¿Que cumplan unas leyes? ¿Que celebren unos ritos?
Lo que único que Dios quiere para sus hijos es que se conozcan a sí mismos hasta en los rincones más íntimos de su alma, y que lo hagan iluminados por aquella misma Luz ante la que se habrán de exhibir en el último día. Para que no se avergüencen de sí mismos, para que no rechacen a quien les ama y les espera.
Jesucristo es lo único que resplandece con esa misma Luz que resplandecerá aquel día. Por eso será el juez de todos los hombres, porque será ante su Luz que todos sean desnudados.
¿Qué Luz es ésa?: El Amor.