KYRIE ELEISON

     

aprisco

   

 

      E

libro 1 - capítulo 4-a


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  Un ministro repleto de conocimientos de teología y de vanidad sube al púlpito para educar al pueblo en la ley de Dios.
Un hombre humilde, que trabaja de sol a sol para mantener a su familia, entra en el templo con la cabeza gacha porque no se considera digno de situarse en presencia de Dios.
¿Cuál es el ministro y cuál el administrado?
El que está en el púlpito es ministro de una institución mundana, pero los verdaderos sacerdotes de la verdadera Iglesia de Cristo están dispersos entre el pueblo. Ellos han sido ungidos por el Amor que arde en sus corazones, Cristo mismo les ha impuesto las manos. Ellos son los que administran el Reino de los Cielos, y lo hacen con una autoridad que han recibido de Dios mismo. Y lo que Dios ha acreditado, no necesita de la certificación de las leyes de los hombres.
Por eso atan y desatan en la tierra, porque Dios acreditará todos y cada uno de sus actos.

Un ejército de impostores ha tomado posesión del mensaje cristiano en la tierra.
Se han hecho fuertes en distintas instituciones que se llaman a sí mismas “santas” y se han erigido ellos mismos única vía de salvación en el mundo.
Aquellos ministros que verdaderamente viven en el Amor y que quieren que su Luz resplandezca en el mundo, se ven muy limitados y, en la mayoría de los casos, oprimidos y perseguidos.
Todo es irreplicable, nada es discutible. Ellos, los impostores, han dicho: “Nosotros estamos en posesión de la Verdad, y el que no acepte nuestros principios y nuestros dogmas, ése sufrirá condena eterna”.
Administran sacramentos con paternalismo insolente, como quien hace caridad.

Ese cura humilde que, aun con sus errores, siempre ha luchado por la verdad en la que él cree, y que ha consumido su vida en ello, ¿es éste el impostor? ¿Dios no ha bendecido los rituales que él ha presidido?
Dios, no sólo los ha bendecido, sino que ha acreditado todos sus actos, los litúrgicos y los no litúrgicos.
Ese otro, quizá no tan humilde, pero que también ha dado mucho de sí mismo para mantener dignamente el ministerio que le fue encomendado, ¿es éste el impostor? ¿O quizá aquél otro que verdaderamente ha sido un arrogante?

En ninguno de ellos está el problema. La misericordia de Dios no tiene límites, como tampoco los tiene la debilidad humana.
Yo no miro a los hombres, sino que miro detrás de ellos. Los hombres nunca son los amos, sino que siempre son esclavos de algo que está detrás.

Los que no ven más allá de sus narices, piensan que los hombres actuamos por propia iniciativa, que somos absolutos dueños de nuestros actos y de nuestros pensamientos. Y así se generan luchas de unos contra otros donde cada uno ve “malo” o “tonto” o “ciego” al que piensa de manera diferente.
La realidad es muy distinta. Fuerzas espirituales compiten entre sí. Generadas en ámbitos desconocidos para nosotros, se materializan en grupos humanos. Los que las obedecen no tienen conciencia de ello, y piensan que ellos mismos son los artífices de sus propios criterios.
La lucha no le pertenece al hombre, sino que el hombre es exponente de una lucha que se debate por encima de él y está oculta a la capacidad de recapacitación racional humana.

Todas las fuerzas espirituales están adheridas al mundo: en él nacen, y en él han de morir. Sólo existe una única Fuerza espiritual que no está adherida al mundo, porque el que la generó resucitó después de bajar hasta lo más profundo de la muerte: Jesucristo.
A determinados hombres, escogidos de entre la multitud, se nos ha dado el privilegio de morir plenamente al mundo, y adherirnos a la única Fuerza espiritual que conduce a la libertad: Éste es el Reino de los Cielos, es la Vida eterna que existe ya, como realidad y no como esperanza futura. Porque no necesita de su adherencia al mundo para poder existir.

El hombre que vive en el Reino de los Cielos no juzga a su hermano, es imposible, porque ve la realidad nítidamente: El que no está plenamente con Jesucristo es esclavo de algo que no conoce, contra lo que no puede luchar, y que le engancha y le engaña sin permitirle ni tan siquiera reaccionar.
El juicio del hermano contra el hermano no nace de la Verdad, sino de la visión restringida de las cosas en las que se percibe el detalle independientemente del conjunto al que ese detalle está condicionado.