KYRIE ELEISON

     

aprisco

   

 

      E

libro 1 - capítulo 6


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  Jesucristo llegó al mundo, y aceptó el sistema religioso de su pueblo, porque todo estaba bien. Respetó sus leyes, asistió a la sinagoga y celebró puntualmente la pascua, ¿qué fue entonces lo que Él vino a cambiar?: El corazón del hombre.
Cada hombre es situado en el mundo en unas circunstancias concretas, y todo está bien. Sin embargo este hombre sufre, ¿cómo podrá alcanzar la felicidad?: Purificando su corazón, amando lo que Dios le ha destinado.
Las instituciones eclesiásticas, iglesias cristianas, con sus ritos sus doctrinas y sus dogmas: Todo está bien. Incluso los dogmas más inconsistentes tienen su sitio y su razón de ser. ¿Qué es lo que hay que cambiar?: El corazón de los hombres.

Dios no destruye nada, sólo construye. Cada cosa que asoma en el universo es un fruto del Amor de Dios, y Dios no se destruye a sí mismo, sino que lo hace crecer todo con la Fuerza de su Amor.
La destrucción aparece cuando las cosas prescinden del germen que les ha permitido existir y se hacen independientes. Entonces se cierran, se corrompen, se agotan y mueren. No las mata Dios, las mata la lejanía de Dios.
Estas instituciones cristianas, depositarias del mensaje de salvación, ¿quién quiere desacreditarlas y hundirlas? Dios no, al contrario, quiere podarlas para se renueven, crezcan y den mucho fruto.

Cuando las instituciones eclesiásticas se sienten delatadas, corren a cambiar la apariencia exterior de sus ritos y sus formas, y así justificarse ante los que las miran.
No es voluntad de Dios que ningún rito sea alterado, ningún ministro destituido, ninguna tradición desechada. ¿Qué es lo que Dios quiere cambiar?: El corazón de los hombres.
Y cuando el corazón sea nuevo, los ritos se transformaran por sí solos; y en las tradiciones, lo auténtico prevalecerá y lo inauténtico caerá en el olvido; y los ministros que verdaderamente lo sean crecerán en Luz, y los que no lo sean se marchitarán.
¿No lo rezamos nosotros mismos todos los días?: “...derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes...”

¿Cómo se renueva pues el corazón de los hombres? En la humildad.
Cuando estas instituciones bajen con humildad de los pedestales en los que se han subido, Dios las bendecirá elevándolas cien veces lo que ellas se hayan rebajado.
Cuando ya no digan: “Nosotros somos la verdadera iglesia, y todas las demás son falsas”, sino que digan: “Nosotros somos siervos de Dios que nos hemos reunido en nombre de Jesucristo, y en el intento de conducir a los demás hombres hacia una realidad que está por encima de nosotros, pues siervos inútiles somos”, entonces las instituciones se mirarán unas a otras como hermanas, no como rivales, y juntas se asemejarán cada vez más a lo que es la verdadera Iglesia de Cristo.

Dice el Señor: “todo lo que pidáis en mi nombre, tened por seguro que se os concederá.”
¿Cuántos ministros pueden proclamar esta palabra y dar fe al mismo tiempo de que esto es verdad?
Si ellos no lo han descubierto en ellos mismos, ¿cómo pueden dar fe de que es cierto?
Dice el Señor: “el que no se haga como un niño, no entrará en el Reino de los Cielos.”
Éstos que se muestran como hombres maduros, de sólida cultura, ¿qué espacio han dejado en sus corazones a la inocencia, a la candidez, para poder proclamar esta palabra con verdadera fe?
Luego viene un niño que les dice la verdad, y se tambalean ruborizados.

Los que proclaman el mensaje cristiano han de ser testigos de su autenticidad. Cuando no sólo no son testigos, sino que además ellos se presentan ante el pueblo como hombres autorizados por Dios mediante unos estudios, una dedicación, unos sacramentos, entonces la credibilidad de este mensaje se enturbia, se oscurece, se apaga.
Luego aparece un santo, y todos se asombran y le levantan altares. En el fondo de ellos mismos se están preguntando incrédulos: “¿Cómo es posible que, con lo que nosotros predicamos, pueda alguien alcanzar la santidad?”
La realidad debería ser justamente la contraria: “¿Cómo es posible que con un mensaje tan pleno, tan rico y poderoso, pueda existir alguien que se niegue a alcanzar esa santidad que Jesucristo le regala?”