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15/12/2007

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santos

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El ser humano se mantiene en la unidad de su ser cuando su comportamiento exterior es estrictamente la expresión de su impulso interior, sin que existan de por medio filtros ni intelectuales ni culturales. En esta unidad asoma a la vida: Es la espontaneidad del niño. Pero primeramente la familia, y luego toda la sociedad, le hacen ver que determinados comportamientos no son socialmente aceptados. Por eso pierde la unidad de su ser y se desdobla en dos polos: La oposición entre su ser interior y su comportamiento exterior.

La sociedad regula el comportamiento de sus miembros mediante leyes y sanciones. No importa mucho la realidad humana de cada hombre sino que no existan agresiones entre ellos. Pero las religiones llevan este principio social a la altura de lo absoluto: Las leyes son incuestionables porque proceden de la divinidad, y la sanción más terrible es la de un castigo eterno entre suplicios sin posibilidad de redención. De esta manera el hombre queda roto en su unidad de manera irrecuperable. Así se previenen desórdenes y abusos.

La imagen usual del “santo” que el pueblo tiene es la del hombre que ha conseguido anular su ser interior y se ha identificado absolutamente con un comportamiento exterior que obedece estrictamente a esas leyes, supuestamente incuestionables, promulgadas desde lo alto. Según esta imagen, el “santo” resuelve la oposición entre su impulso interior y su comportamiento exterior mutilando su realidad humana. Y esta mutilación esencial es considerada por las religiones como la más alta expresión de la humildad.

Al “santo” frecuentemente se le exhibe como a un hombre oprimido por sí mismo, que reniega de su propia realidad, y se golpea y se castiga para matar los impulsos que surgen de su interior que le puedan llevar a comportamientos que contradigan las leyes. Esta imagen de la santidad es heredada del antiguo testamento, de las viejas leyes tan observadas por los fariseos. La nueva alianza llama al ser humano a recuperar su unidad y alcanzar la plenitud de su ser en una perfecta armonía entre su interior y su exterior.

Hacerse como un niño no es caer en la inconsciencia infantil, sino que es recuperar la espontaneidad con la que asomó a la vida, y esto no se puede alcanzar ni en la libertad sin leyes espirituales en las que se mata el propio ser, ni en la mutilación de impulsos. Esto sólo es posible en el Espíritu de la Verdad: Cuando hombre está interiormente limpio todos sus comportamientos serán limpios, absolutamente dentro de la Ley eterna, aunque puedan quedar dentro o fuera de las leyes humanas que no emanan de la Verdad.

Los seres humanos no pueden ser permanentemente violentados, siempre surge una convicción instintiva que les hace reaccionar ante lo que sienten que no es auténtico. Por mucho que los predicadores se esmeren en suavizar las doctrinas antiguas, la imagen del “santo” como un hombre inauténtico, mutilado en su naturaleza interior, produce un rechazo instintivo en todas aquellas personas que han experimentado el hecho de que su impulso interior es un derecho y un valor que no puede ser condenado.

La repugnancia que siente el conjunto de muchas sociedades del mundo hacia el hecho religioso no tiene como origen principal la expansión del mal, sino las imágenes, los paradigmas de perfección espiritual, vendidas por las religiones. Pero los hombres del mundo no conocen al Espíritu, y por eso, luchando por una libertad a la que tienen derecho, no saben hacia dónde se dirigen, no saben de qué fuente beber. Engañados por la tiranía de la razón material, caen en el desprecio del hecho espiritual en su conjunto.

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