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Los constructores de reinos celestiales cimentados en normas de conducta están todos predestinados al fracaso. Obligan a los fieles a limitaciones morales que los mismos dirigentes son incapaces de asumir, enuncian verdades absolutas que no se pueden conjugar con la vida tangible, con la realidad del ‘ahora’, condenan a los que son capaces de ver más allá de las fronteras de sus enunciados, y acaban por condenar el Espíritu que les engendró. Y así pretenden ser Luz del mundo.
El ateísmo que vive el mundo occidental no es el resultado de la influencia de determinados filósofos extraviados, ni de la acción del Maligno sobre la tierra que ha separado a los hombres de la verdad, ni del materialismo consumista promovido por las grandes industrias. El ateísmo, y consecuentemente las teorías filosóficas que lo apoyan así como el materialismo que de ello se deduce, es solo y exclusivamente responsabilidad de la iglesia católico-romana y su nefasto testimonio cristiano.
La iglesia católico-romana, un campo de concentración moral, propiedad privada de una cúpula, ha separado a más hombres de Dios que todas las teorías filosóficas que se hayan podido elucubrar. Una iglesia profundamente cobarde, aliada con los poderes políticos, acomodada sobre una montaña de riquezas de las que se niega a desprenderse con pretextos estereotipados, una iglesia hipócrita y prepotente que habla de “verdad absoluta” doctrinal mientras acepta el relativismo de su testimonio incoherente.
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