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27/09/2007

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las Bodas

texto 12

Incluso en las culturas sociales más liberales, la mujer, por su condición natural de madre, siente una necesidad interior de crear y mantener el orden material en el hogar. Sin llevar este principio al extremo de lo absoluto, en la sociedad las instituciones cumplen el papel femenino. El papel masculino es el de conquistar nuevos recursos, pero la mujer tiende a la defensa de la tradición, que es el soporte que mejor garantiza la seguridad para todo el hogar y, por lo tanto, para el desarrollo natural de los hijos.

La iglesia, como institución, es una gran hembra cuya función es el mantenimiento del orden religioso mediante dogmas, fórmulas rituales, y funciones jerárquicas definidas. Por eso se opone sistemáticamente a toda idea que pudiera desequilibrar el orden establecido y a la integración de prácticas no reconocidas por la tradición, y todo ello sin ninguna consideración al hecho de que tal innovación pudiera significar un progreso en la búsqueda de la pureza de la verdadera fe, del encuentro con el verdadero Cristo.

El arma que la naturaleza le ha dado a la mujer para mantener al varón sujeto al orden familiar en el hogar es la de la sexualidad. No sólo el sexo como hecho físico, sino la sexualidad en un sentido muy amplio de atracción, seducción y sometimiento. De esta manera, el impulso natural masculino de ruptura del orden en la búsqueda de la expansión se haya contrapesado dentro del seno de la familia por el papel de la mujer, y dentro de la sociedad por la acción de las instituciones, que limita mediante sus leyes.

El celibato impuesto por un voto significa una frustración muy importante en lo que es la naturaleza del individuo que, por encima de su compromiso con la iglesia, no deja de necesitar el contrapeso de la acción de la femineidad en su vida. La sublimación de la sexualidad del hombre célibe se realiza en la proyección de esta sexualidad en la gran hembra, que es la institución eclesial. Entonces se produce una relación que no es de amor, sino que es una relación estrictamente de sexo: de seducción y sometimiento.

Una mujer puede amar a un hombre y ser amada por él, y entonces la sexualidad entre ellos lleva a un desarrollo positivo de la relación, pero la institución eclesial no es un individuo que tenga conciencia, sino que es puro orden, incapaz de sentir amor. Cuando el grupo central de una iglesia está formado por hombres célibes seducidos y sometidos por la hembra institucional, todo tiende al hundimiento en lo material, porque no puede haber correspondencia amorosa que permita la expansión en la búsqueda del Espíritu. 

Este es el principio del ocaso de las instituciones religiosas. Hombres célibes llenos del Espíritu, que luchan desde una verdadera lucidez, sin embargo presentan muy a menudo actitudes contradictorias: Cuando sienten que la hembra institucional se puede ver afectada por una acción expansiva que de alguna manera rompa su orden tradicionalista, reaccionan desde el instinto de su sexualidad, porque han sido seducidos y sometidos por ella, y no son capaces de romper su destructivo compromiso amoroso unilateral.

El verdadero célibe no es el que ha hecho un voto ni ha firmado un compromiso, sino que es aquél que, en completa libertad, no se resigna a entregar su amor a una mujer que no sea capaz de recibirlo en toda su magnitud. No encontrando en el mundo recipiente para su amor, permanece solo por respeto y fidelidad al tesoro que guarda en su interior. Ello no excluye el hallazgo, por eso el celibato no es una mutilación que el hombre se hace a sí mismo, sino una realidad que puede renovarse o derogarse en cada instante.

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