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03/08/2007

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las Bodas

texto 11

Lo que sucede en lo pequeño, sucede igualmente en lo grande. El cortejo entre un hombre y una mujer no es diferente al diálogo amoroso entre la divinidad y el ser humano. No basta la unión, es necesario el fuego del Amor verdadero e imperecedero.
El conquistador lucha por poseer lo que no le pertenece haciendo alardes de brillantez. Si encuentra indiferencia, por despecho su interés crece; los obstáculos le engrandecen. El conquistador compite y elimina a sus rivales alejándolos de su camino, los intenta desacreditar aunque ellos pudieran ser más merecedores del amor de esa mujer que él. Cuando el conquistador alcanza su objetivo, su interés decae y busca nuevos alicientes.

El verdadero amante sólo tiene un alimento: El amor de su amada. Ante la indiferencia de ella, él no se obstina sino que retrocede, no compite con ninguno de sus rivales, porque no le satisfaría tener a esa mujer a su lado si la unión estuviera empañada, sucia por trucos, engaños y por el frío cálculo seductor. El verdadero amante no se hace valer por su brillantez ante los demás, sino por la sinceridad de sus intenciones. Cuando se siente amado, su amor crece. Cuando se siente rechazado, se acomoda a la realidad y se retira, porque su intención no es conquistar lo que no es suyo, sino descubrir aquello que le pertenece, aquello que encienda la misma luz en su corazón como en el de ella.

Conquistadores del Amor de Dios consiguen brillar levantando fundaciones, iglesias, congregando multitudes. Como el pretendiente que seduce a una mujer con regalos muy costosos, así el conquistador del Amor divino pretende recibir la paga de sus afanes como si ya, por derecho, mereciera el Amor divino. Sueña, según la imagen que Jesús dibujó, con los primeros puestos en el banquete del Reino y se imagina departiendo con Dios aparte del resto de los humanos, en un diálogo retirado como merece por su categoría de luchador victorioso. Sin embargo no son los primeros puestos del Reino para los conquistadores, porque manipularon la libertad y las conciencias de las gentes.

Los máximos beneficiarios del sublime Amor divino se parecen a un joven pobre, cuyo trabajo es humilde y de muy poco relieve social, y que, a pesar de su condición, es capaz de enamorar a la joven a la que ama sólo y exclusivamente por la fuerza de su sinceridad, de su nobleza, de su autenticidad y ausencia de dobleces. Él jamás podría competir, él sólo confía en la fuerza del verdadero Amor, que nunca podría arrastrar para sí algo ajeno, sino sólo puede arrastrar y atraer aquello que le pertenece desde el interior. Porque la luz que se enciende en el corazón de ambos brilla hacia afuera en continua resonancia, y el brillo de cada uno hace resplandecer aun más la luz en el otro.

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