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14/06/2000

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texto 4

Hay que ser misericordioso con los seres humanos e implacable con las organizaciones.
Una institución nunca puede ser motivo de amor ni de compasión ni de benevolencia. Ninguna institución puede ser “hija de Dios”.
Las instituciones tienen oídos pero no oyen, porque han levantado el escudo de la sordera para conservar la solidez que les permite levantarse por encima del suelo, en las tarimas de autoridad arbitraria, allí donde el Espíritu de Dios no se manifiesta.
Las instituciones tienen boca pero no hablan, porque tienen miedo de que, ante la Verdad que denuncia el mal, los poderosos se rebelen y echen abajo esas mismas tarimas de autoridad arbitraria, y entonces quede al descubierto toda la podredumbre que se esconde dentro. Las instituciones tienen ojos pero no ven, porque la luz les hace mucho daño; sólo en la oscuridad de unos cortinajes bien tupidos existe una cierta garantía de que no queden al descubierto sus vergüenzas. Las instituciones tienen oídos pero no oyen, tienen boca pero no hablan, tienen ojos pero no ven; sean iguales los que las sostienen y las veneran, y que de esta manera les conceden más valor al oro que al Santuario, a la ofrenda que al altar, a una asociación que el alma de un ser humano.

Cristo vino a declarar la guerra y para ello nos dejó su Paz. Porque no existe ninguna guerra santa que no haya sido suscitada por la Paz en la Verdad. Ojalá que este fuego prenda sin demora, porque los que se dicen partidarios de Dios están matando el espíritu del mundo, que ya se refugia en todos los recovecos que encuentra menos en Cristo, porque el testimonio de sus testigos ha puesto en duda su credibilidad.
Testigo del Cristo no es el que cumple unos preceptos y predica una ideología. Escribas y fariseos predicaban cruzando montes y mares, y buscando adeptos que convertían en autómatas del espíritu, peores que ellos mismos. Testigo que Cristo es el que enciende el fuego de la guerra santa, esgrimiendo la espada de la Paz en la Verdad. Porque la paz en el engaño es cómoda, y permite que los fieles se recuesten en los templos y se regocijen en los ritos confiando que Dios sea cómplice de su tibieza y de su mediocridad. Por desidia delegan en sus pastores, no por humildad sino por desidia.
Hay que ser misericordioso con los seres humanos e implacable con las organizaciones, porque no existe ninguna institución, por poderosa que sea, que valga más ante Dios que el más pequeño de los hijos del Reino.

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14/06/2000

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