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17/06/2006

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Es bueno que la religión entre en profunda crisis. Es bueno que la ciencia encienda luces racionales que deshagan muchos mitos religiosos. Es bueno que mucha gente opte por apartarse de ese conjunto de afirmaciones gratuitas, mezclado con tradiciones populares, y busque una espiritualidad auténtica, que resuene en el interior del ser humano, y que esté fundamentada en su fuerza y en su eficacia, y no en la imposición de unas instituciones justificándose en unas supuestas revelaciones divinas.
La religión, tal y como el pueblo la vive, es un obstáculo para la verdadera comprensión espiritual de Cristo. En este sentido, existe un antagonismo entre el hombre religioso y el hombre cristiano. No se puede ser ambas cosas al mismo tiempo.

El hombre religioso es esencialmente egoísta. Sus planteamientos espirituales siempre giran en torno al mismo tema: Las bendiciones que puede recibir de parte de Dios.
El hombre religioso le da muchas vueltas a los preceptos morales, porque piensa que ésa es la clave para que Dios le escuche y le obsequie con una vida más confortable y conforme a sus expectativas humanas.
Piensa que Dios se ablanda cuando los hombres se reúnen en asamblea para darle gloria. Ve a Dios como un ser antropomórfico, incluso en los aspectos psicológicos más sutiles. Esto es una herencia del dios hebreo, que se irritaba, se arrepentía, se ponía celoso y castigaba obcecado por la ira.

En las iglesias católicas, la figura de Jesucristo ha quedado oculta detrás de santos y vírgenes, que la gente prefiere porque los siente más humanos, más cercanos, más capaces de comprender la debilidad del hombre.
En las iglesias luteranas y evangélicas se ha recuperado la verdadera referencia: Jesucristo como único sacerdote que, por su sangre, nos pone en la dulce presencia del Padre, sin intermediarios. Pero esta conversión sólo es de forma; los protestantes y evangélicos siguen siendo tan religiosos como los hermanos de las iglesias católicas. Buscan a Dios para que les bendiga, y estudian la Biblia para averiguar de qué manera es posible disfrutar de la compañía de Dios con el menor esfuerzo posible.

Todas estas prácticas religiosas tienen su fundamento en el Temor. Temor a perder el acomodo material, temor a fracasar en los proyectos humanos, temor verse excluido en la sociedad, temor a perder la vida en este mundo.
Y esto es exactamente lo contrario de lo que Cristo predicó. El cristiano no debe moverse por el Temor, sino por el Amor. El que no es de este mundo, ése ha entregado su vida y no tiene miedo a perderla, pues, siendo ya de Dios, Él sabrá como hacer uso de ella. El hombre hundido en el Temor entiende el alimento espiritual como una manera de autoconvencerse de la disponibilidad de Dios para con él, y esto con el objeto de disipar el Temor a perder justo aquello que Cristo le ha pedido que entregue.

El verdadero cristiano no se mueve por Temor, sino por Amor. No se importa demasiado a sí mismo, porque ha comprobado ya que Dios cuida de él en la medida en la que él cuida de los demás. Cuando el ser humano sale de sí mismo y se entrega a su prójimo, una gran fuerza divina le envuelve. Esta fuerza no se consigue mediante ritos, ni esforzándose por afianzar creencias. Esta fuerza la regala Dios a todo aquél que no se la apropia, sino que la dona a su vez al prójimo. El que sirve de conducto a los demás, ése tiene todas las bendiciones del Cielo, y no necesita ni pedirlas ni esforzarse por conseguirlas, pero el que se cierra en sí mismo y sólo se preocupa por su propia salvación, ése no se mueve por Amor, sino por Temor. No es verdadero cristiano.

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17/06/2006

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