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05/11/2006

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texto 10

El arroyo cuyo naciente es el Origen penetra en el valle y todos los hombres se acercan y pueden beber de él. Pero los poderosos alcanzan la supremacía sobre el pueblo alterando el curso del arroyo y almacenando el agua en presas y estanques. El agua envasada tiene una etiqueta, y, en la etiqueta, un precio y un nombre, que no es el Nombre del Origen, sino de aquél que la mandó envasar. Los poderosos se han cerciorado de que ni una sola gota de agua penetre en el valle para así forzar al pueblo a comprarla en su territorio, donde ellos han construido las presas y las fábricas.

Para lograr agua sin etiquetas hay que abandonar el valle y subir la ladera del monte por encima de los estanques hasta alcanzar el naciente. Pero el pueblo no puede abandonar el valle, y al tiempo se niega a beber del agua desvirtuada pagando por ella. La gente se muere de sed, pero las presas y fábricas ya no soportan el peso del agua acumulada porque el manantial no deja de brotar. Ha de llegar el día en el que todas esas construcciones se agrieten, se desplomen, y el agua corra libremente por el valle llegando hasta las puertas de los humildes, sin otro sello que el del Origen.

El mundo se muere de sed de Espíritu. Sin Espíritu, la materia inerte, que sólo obedece a leyes inexorables, se hace con el poder enfriando y endureciendo los corazones de los seres humanos. Cuando la materia reina, los seres humanos se destruyen mutuamente y las pasiones se desbocan. Mientras tanto las iglesias siguen etiquetando el Agua de la Vida y forzando a hombres y mujeres a entrar por el aro de sus dominios para poder calmar un poco la sed. Luego, encaramados en lo alto de sus presas, en las azoteas de sus fábricas, señalan al mundo y le recriminan su falta de fe y de espiritualidad.

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