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02/03/2007

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la Biblia

texto 9

Los que nunca han buscado en su interior porque se han dejado extasiar por la belleza de las formas materiales y de las ideas intelectuales, ésos no creen en otra verdad que aquélla que puedan descubrir mirando hacia fuera e hilando, conectando y razonando sobre todos los datos recopilados por sus sentidos físicos y por su potencial intelectual.
Si toda verdad es aprendida desde el exterior, el dios que ellos se fabrican sólo puede hablar desde una altura inaccesible, en circunstancias supuestamente sobrenaturales, para revelar leyes, propósitos y hechos futuros a determinadas personas escogidas, a las que les da una información que no podría llegar a ser conocida de ninguna otra forma.

Por esto se veneran las palabras de determinados libros como si fueran únicas e irrepetibles. Se analizan, se estudian y se razona sobre ellas intentando completar el conjunto de ideas que, en estos libros, sólo viene esbozado. El objetivo es, pues, crear un sistema ideológico superior que se corresponda con una supuesta ideología divina.
No se concibe al hombre pleno sino perfectamente integrado en este sistema que ellos han construido, y compiten con todos los demás sistemas ideológicos fundamentándose exclusivamente en el principio de que la construcción que ellos proponen se cimenta en ideas sobrenaturales, y sólo por medio de este sistema se alcanza una vida eterna.

Los que han buscado en su interior y no se han dejado extasiar por la belleza de las formas materiales y de las ideas intelectuales, ésos han encontrado, y no creen que la Verdad, que es Origen de todas las cosas y sentido de toda vida, pueda ser deducida por medio de recursos racionales a partir de supuestas revelaciones escritas en un libro.
Éstos son los que, en definitiva, han llegado a entender lo que significa el hecho de ser “hijo de Dios”. Son conscientes de que en ellos mismos está presente toda la realidad divina, y que alcanzar a Dios no significa estudiar e integrar ideas, sino más bien desembarazarse de ellas hasta lograr descubrir el Origen en su propio interior oculto.

El alimento espiritual que viene de fuera no ha de servir para llenar al hombre de ideas, sino para vaciarlo, no para conformarlo según criterios preconcebidos, sino para deshacer todos esos esquemas ideológicos solidificados que son los que impiden que pueda alcanzar el perfecto discernimiento en el punto original de su ser: la conciencia.
En la conciencia, dentro de cada ser humano, habita Dios, antes incluso de que éste aparezca como individuo dentro del cosmos. La conciencia no es para mediatizarla ni condicionarla mediante ideas impuestas, sino para limpiarla, perforando la coraza de todos los aditivos ideológicos y devolviéndole al ser humano su candor original.

Muchos libros sagrados, al sintonizar con el sentir de la conciencia original, alientan al ser humano a una búsqueda trascendente despojándolo de todos los afanes materiales, pero ninguno de estos libros es insustituible, ni la Verdad eterna e incuestionable puede ser contenida dentro de un sistema de ideas, pues toda idea es obra humana, no divina.
El Reino, perfecta culminación del todo el proceso universal, material y espiritual, no está representado en ninguna religión, ni la verdad que conduce a la plenitud es una propiedad institucional. Como Jesucristo dijo, el Reino hay que buscarlo en lo profundo del corazón, cada individuo, para luego reunirse y compartir el hallazgo en el colectivo.

Dos duermen juntos, uno es tomado y el otro dejado. Dos trabajan en el campo hombro con hombro, uno es tomado y el otro dejado. Dos individuos pueden estar juntos exteriormente y sentirse unidos, pero esta unión no es garantía de ninguna vinculación trascendente. La búsqueda interior es una responsabilidad ineludible de cada persona.
Todo el que busca en su conciencia limpia de ideas y de condicionantes externos encontrará siempre la misma Verdad. No es posible que, siendo uno solo el Origen de todos los seres humanos, unos puedan encontrar unas cosas y otros otras diferentes. Y si hay diferencias, esto es signo de que aún no se ha alcanzado el puro candor original.

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