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16/06/2006

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el Reino

texto 3

El que no ha abierto su interior al influjo del Espíritu, ése vive condicionado por los estímulos externos. Todo lo que siente, y consecuentemente todo lo que piensa y lo que hace, viene definido por sus circunstancias sociales.
El alimento define al hombre. Aquello de lo que se llena es lo que conforma su ser y determina sus actitudes. La cultura le ofrece la posibilidad de comprender y relacionarse, pero a un precio muy alto: La cultura le da al hombre presencia en la sociedad, pero a cambio le arrebata su identidad.

Los hombres condicionados por la sociedad y su cultura creen que edifican y evolucionan, piensan que crean cosas nuevas y que descubren lo desconocido, pero lo cierto es que el proceso natural en este caso siempre es el de la corrupción y la degradación. Porque lo material nunca puede ser semilla de lo espiritual, sino que tiende a degradarse y a hundirse en la indolencia.
Los avances científicos deslumbran, pero engañan mucho más de lo que ofrecen. Una sociedad egoísta, individualista y deshumanizada es el fracaso más estrepitoso.

Muchas cosas pequeñas pueden conformar una cosa grande, pero con muchos ladrones juntos no se puede formar un hombre honrado. Lo mezquino origina siempre mezquindad, que será tanto más grande y mezquina cuanto más elaborada.
Pero el espíritu crece y no se agota, pues su naturaleza es expansiva y dinámica, nunca busca la inercia, sino que engendra todo lo nuevo insuflando Amor. El que se alimenta del Espíritu se convierte en extranjero del mundo. Lo material no se le adhiere, y por ello se desplaza libre como el viento por encima de la sociedad y su cultura.

El Reino de los Cielos es consecuencia de un alimento que está por encima de todos los condicionantes sociales, y, por lo tanto, por encima del propio ser humano. Lo elevado puede elevar lo que está por debajo, pero lo inferior no puede encaramarse sobre sí mismo para elevarse, porque no tiene ninguna referencia a cuanto a los valores de lo superior y lo inferior, de lo sublime y lo mezquino.
El que no sea capaz de concebir la divinidad, aunque sea de una manera personal, está condenado a ser techo de sí mismo. Quizá una de las peores condenas imaginables.

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