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30/07/2006

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el Reino

texto 9

En medio de un mundo de grupos que compiten por la posesión de la verdad, un mundo que vocifera levantando muros y derruyendo puentes, donde hasta el grupo de los silenciosos es como un grito que reclama atención, una Voz resuena y se hace oír desde muy lejos, no porque sea más fuerte, sino porque tiene un timbre diferente.
Esa Voz no procede del grupo de los materialistas, que todavía andan embelesados con la razón y el intelecto, como si la fascinación por la ciencia y por la lógica fuese un invento reciente del propio ser humano.
Esa Voz no procede del grupo de los religiosos, que han confundido la fe, que es fuerza e impulso incontenibles, con las creencias en fábulas de antaño, en la ingenua pretensión de que las cosas han de ser más verdaderas sólo por la procedencia de un tiempo más antiguo.
Esa Voz no procede de ningún grupo nuevo, cuyos miembros se imaginan que ya por fin han conseguido descubrir el sistema para conducir al rebaño humano por el camino de la verdad, como si todos los grupos precedentes no hubieran surgido con la misma pretensión.

La Voz que resuena con un timbre diferente ha resonado siempre, y siempre será audible para todo aquél que ya esté cansado de esas ideas absolutas implantadas por el relativismo humano, para todo aquél que quiera encontrar el Camino de su razón de ser fuera de la manipulación del ingenio humano y de la habilidad para congregar rebaños que permiten elevar a unos cuantos individuos para situarlos en puestos de poder sobre los demás.
Esa Voz habla de la dignidad del ser humano, de su independencia interior, pero es contraria al individualismo. Esa Voz habla de unidad y de entendimiento, pero es contraria al gregarismo. Esa Voz habla de una realidad nueva, de un mundo nuevo, pero antes de prometer ofrece, antes de impulsar al hombre a una nueva lucha, le permite ver, escuchar, palpar, vivir la culminación del ideal por el que lucha.

Dijo Jesucristo que el Reino de los Cielos está en lo profundo del corazón del ser humano. No lo situó en ninguna institución oficial, en ninguna secta, en ningún grupo religioso.
El mismo Cristo que se encarnó en Jesús de Nazaret ha de encarnarse en cada ser humano, y así cada ser humano podrá hablar del mismo Reino, y lo hará desde su propia Verdad, y no desde las verdades que otros le hayan inculcado.
El Reino de los Cielos es el Reino del Amor. En él sólo existe una Ley: Que nos amemos los unos a los otros hasta el extremo de que cada uno sea capaz de dar la vida por todos los demás. Este Reino no puede ser manipulado, porque no cabe dentro de él ningún puesto de poder de nadie sobre nadie. Este Reino no puede ser corrompido, porque no es posible que un ser humano con intenciones solapadas sea capaz al mismo tiempo de dar la vida por Amor a los demás.

En un mundo tan confuso, en el que el ser humano necesita al menos una gota de Agua en la que mojar la lengua, porque todo es sequedad y hastío de prepotencia e injusticia, en este mundo se hace imprescindible la búsqueda interior, porque ya ninguna organización es digna de confianza.
Por mucho que los seres humanos llegaran a evolucionar en las percepciones sutiles y en la inteligencia superior, el espíritu del hombre no puede alcanzar ninguna plenitud en solitario: Es necesaria la unidad, y no existe unidad más estable ni más sublime que aquella Unidad engendrada por el Amor. Toda unificación generada por artimañas y por leyes se convierte en conglomeración, en aglutinamiento que finalmente se pudre y se deshace.
El ser humano se hace capaz de engendrar al Cristo en su propio ser cuando se entrega al servicio de los demás en una renuncia generosa de su propia vida, sin reservar para su propia satisfacción personal ningún espacio privado.

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30/07/2006

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