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28/09/2006

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las Bodas

texto 7

Un hombre que ama verdaderamente a una mujer, no la ama porque ella se lo merezca, ni porque sea mejor ni más hermosa que todas las demás, sino que la ama simplemente porque es ella. Y en la forma, en los pensamientos, en las actitudes y en las reacciones, todas las personas se parecen entre sí, pero en el ser, cada persona es única.
Si esa mujer se deja enamorar por el hombre, el que en verdad la ama, entonces él la toma y se la lleva consigo, y pondrá todo su empeño en hacerla feliz. Y en esa felicidad ella se transforma, une su impulso al de él, y, de esa unión, de la simple expresión de su amor, surgen obras y esas obras dan fruto.

Tampoco el Reino de los Cielos es el premio para los buenos, ni está reservado para los más espirituales, los más luchadores, o los que, de palabra, expresen una determinada fe. El Reino es un acto de Amor sublime entre el Esposo, el Cristo, y la humanidad.
Pero donde hay pasividad e inercia, ahí no hay Amor. Como tampoco lo hay en la mujer que se deja seducir por un hombre poderoso y se une a él por intereses. El Reino no es el premio a unas obras, ni tampoco el recuento de los frutos es muy significativo, porque no se trata de una recompensa a determinados méritos.
El Reino es la morada de todo aquél que se deja enamorar por el Amor divino.

El hombre que busca la mujer que le conviene, ése no la busca a ella sino que se busca a sí mismo. La mujer que busca un hombre según sus expectativas, tampoco ella lo busca a él: se busca a sí misma. Entonces se establecen normas de conducta para hacer posible la convivencia. Porque no están unidos por el verdadero amor, sino por la conveniencia.
No puede enamorarse del Amor divino aquél que se busca a sí mismo. Los que se entretienen demasiado en estipular normas de conducta para poder acceder al Reino, ésos no están enamorados del Amor divino, porque en el verdadero Amor no existen normas sino que todos los actos responden al mismo impulso: el encuentro.

Los hombres quieren introducir a Dios dentro de su orden humano, y sin embargo es justamente en esos sentimientos que quedan fuera de este orden donde es posible vivir la experiencia del Amor divino. Los caminos de la sencillez son demasiado complicados para los prudentes. Para ellos, la madurez es la pérdida de la sincera espontaneidad.
Dejando el hombre y la mujer que su ser se exprese en la autenticidad, y no menospreciando ningún sentimiento, es como se enciende la luz de la sinceridad, la que logra que la verdad del corazón prevalezca sobre todos los prejuicios. Y lo único que puede encender el fuego del enamoramiento es la verdad del corazón.

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