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07/02/2007

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Eucaristía

texto 6

En el país del tirano todos los súbditos viven sometidos a las mismas leyes, por eso están juntos. Los ministros cierran pactos entre ellos para asegurar sus puestos y la policía se cerciora de que no haya ningún brote de traición a la autoridad. La unidad nacional está asegurada por el miedo. Pero si otro país le declara la guerra y el tirano es derribado por el ejército enemigo, entonces el pueblo abandona las armas y se dispersa, los ministros rompen todos sus pactos de fidelidad entre ellos, y cada uno intenta salvar lo propio para luego escapar lo más lejos posible, abandonando aquella tierra.

Sin embargo, si en una nación el pueblo siente la patria como algo propio, con la que se identifica, entonces los hombres se unen espontáneamente en contra de la autoridad incompetente, se levantan en revolución y destituyen al tirano poniendo en su lugar a un gobernante justo, que defienda sus derechos y que disipe el miedo a los poderosos. La verdadera unidad de una nación no depende del rigor de las leyes con la que sea conducida, ni de la eficacia de la policía en la vigilancia del cumplimiento de esas leyes, sino de la conciencia de patria, que es lo único que mantiene unido al pueblo.

Y si el pueblo de esta nación verdaderamente unida fuese dispersado por el ejército del enemigo, aunque los compatriotas se disgregaran obligados a abandonar su tierra, aunque quedaran aislados unos de otros y vivieran solos en países extranjeros, seguirían ligados entre sí por el lazo irrompible de la conciencia de patria. Al contrario que en el país del tirano, en el que el pueblo se mantiene reunido por el miedo a la ley y, derogada la ley, los hombres se dispersan. Ni la lejanía física puede romper la unidad interior, ni la coexistencia impuesta por un sistema puede conseguir la unidad de un pueblo.

Todos los hombres y mujeres que, pertenezcan a una u otra iglesia o a ninguna, hayan encarnado al Cristo en el Espíritu de la Verdad, sólo tienen una Patria verdadera: El Reino. No depende de los ritos que practiquen, ni de las creencias que hayan aceptado. La verdadera conciencia de la Patria espiritual está muy por encima de cualquier condicionante institucional. Y estos compatriotas pueden vivir solos en países extranjeros, o pueden conocerse entre sí y reunirse en asambleas. Pero la unidad no viene impuesta por ninguna ley, sino por la realidad espiritual en la que ellos viven.

Éste es el sentido de la Eucaristía. No es el rito que reúne a los que se sienten alejados entre sí, sino una expresión sublime de la Unidad espiritual que ya existe. El hijo del Reino tiene conciencia de su verdadera y única Patria, y por eso sabe que no es de este mundo. Reconoce a sus compatriotas, aún sin compartir con ellos ni ideas ni creencias, porque, al margen de los formalismos culturales y religiosos, todos están interiormente unidos por el mismo Espíritu. En el sencillo acto de compartir un pan y un poco de vino rememoran al Cristo en la persona de Jesús: Muerte por Amor, y Resurrección.

Si sucediera que los gobiernos de las iglesias cayeran a manos de un ejército enemigo, ¿se mantendría el pueblo espiritualmente unido en la conciencia de Patria, o se dispersaría? Si el Reino no es la verdadera Patria del pueblo, entonces las iglesias son más parecidas al país del tirano que a la nación consagrada. Cuando la presencia de los jefes es demasiado importante, tanto que, sin ellos, el pueblo se dispersaría, entonces esto es señal de que existe reunión, pero no existe comunión, de que no es el Espíritu el eje de la unidad, sino el ‘ego’ institucional, que yuxtapone a la gente mediante la ley.

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