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05/02/2007

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Eucaristía

texto 9

Dios hace morada en el corazón del hombre cuando éste le ha dejado un vacío que llenar. El que busca dentro de sí antes que afuera, ése debe ser muy severo consigo mismo, imponer límites estrictos a todos sus deseos, así como buscar un tiempo de soledad y de sosiego para escuchar la voz de su interior. Esto sólo es posible cuando existe una esperanza, una promesa. Por la confianza en una promesa trascendente, el ser humano es capaz de renunciar a todo lo que impida la culminación de su anhelo vital.

El pueblo hebreo había de crear ese vacío interior que le permitiera a Dios hacer en él su morada por medio de Jesucristo. La ley de Moisés llevó al pueblo hebreo a una continua revisión de sus actos y a la observancia de un tiempo de sosiego: El sábado. Los profetas hablaban de una gran promesa: la llegada liberadora de un Rey justo y eterno. Esto mantuvo al pueblo vigilante durante siglos, le vaciaba de intereses mezquinos y le llevaba a hacer girar todas sus actividades cotidianas en torno a esa espera sublime.

Con la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo la promesa quedó cumplida, y se abrió un nuevo tiempo y una nueva promesa: La trascendencia a un Reino espiritual fundamentado en el verdadero Amor, y la liberación de la esclavitud del mundo y, por lo tanto, de la muerte. Pero los cumplidores de leyes no querían salir del mundo, porque sentían que el mundo era su casa. Preferían la obediencia a las leyes, aunque le limitara sus deseos, antes que renunciar a la vida humana para alcanzar la verdadera Vida eterna.

El mundo no conoce a Cristo, por eso necesita de unas leyes: El respeto más estricto a toda forma de vida humana y a la unión conyugal natural. Pero el pueblo no puede cumplir ninguna ley si no existe una promesa convincente que le impulse a rechazar lo mezquino a cambio de lo sublime. La mayoría de las declaraciones sobre moral por parte de las cúpulas eclesiales son buenas, pero las promesas, o están muy veladas por una nube de tradiciones de credibilidad muy sospechosa, o sencillamente no existen.

La única promesa que llevaría al mundo a aceptar los preceptos morales que las iglesias proponen sería la promesa ya realizada en un verdadero testimonio cristiano, que no puede ser otro que la renuncia al mundo, renuncia real, explícita y visible, y la adhesión incondicional al Amor. Y el Amor no es más que una idea inútil si no conlleva el desprecio a la propia vida para que otros vivan. La expresión más natural e inmediata del Amor es la del samaritano: La solidaridad, comenzando por los más desfavorecidos.

La Pascua rememora la liberación de Egipto y renueva la promesa de la venida del Rey. La Eucaristía rememora la resurrección de Cristo y renueva la promesa de la presencia real del Reino en la tierra. Si la Eucaristía no festeja la ley cumplida y sublimada en el Amor, entonces es un rito vacío, rito en el que los mandatarios intentan reconstruir promesas ya consumadas sólo para mantener vigentes leyes morales que, a la postre, acaban en pura hipocresía: “Haced lo que os dicen, pero no hagáis lo que ellos hacen.”

Observando la cúpula de las iglesias desde la perspectiva del hombre sencillo, cabal y crítico, surgen las preguntas: ¿Qué se proponen? ¿Cuál sería la culminación de sus afanes? Parece como si la lucha de las iglesias fuese llegar algún día a mantener sometidas las conciencias de todos los hombres del mundo a los criterios morales sostenidos por sus mandatarios. Esto está muy lejos de ser un testimonio cristiano y mucho más cerca de las ambiciones mundanas de todos los imperios despóticos.

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