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22/03/2007

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Eucaristía

texto 10

El orden de cualquier sistema social en este mundo es limitado, se hace necesaria la exclusión para poder alcanzar la estabilidad. La coherencia de un sistema siempre obedece a un principio racional; la razón, para encontrar la consistencia, necesita filtrar, esconder unas cosas y resaltar otras; de esta manera el armazón social se sostiene.
Por eso ningún orden humano podrá corresponderse al Orden divino, donde no hay exclusión posible, pues cada cosa que existe tiene un sentido, nada está de más. Los sistemas sociales se corrompen precisamente por la tendencia al hermetismo en la lucha por la estabilidad. Cuando lo excluido es más fuerte que lo integrado, el orden se rompe.

Los anhelos profundos del ser humano abarcan mucho más que aquello que ha quedado dentro del orden social. El hombre escucha el grito de todo lo que ha quedado excluido, y sale de la razón material para buscar en el espíritu. Las sociedades corrompidas por el hermetismo suscitan más iniciativas de espiritualidad que las sociedades comunicativas.
Pero el orden social, en su tendencia a mantenerlo todo bajo su control racional, integra la expresión de la espiritualidad en otro orden, que es el orden religioso. De esta manera diluye la posibilidad de una espiritualidad subversiva que haga peligrar la estabilidad de todo el organismo social sacando a la luz las múltiples incongruencias de sus cimientos.

Fuera del orden social, fuera del orden religioso, está el mensaje de Cristo. Este mensaje no propone un orden alternativo que haya de ser aplicado en las leyes sociales para conseguir una estabilidad más acorde con el Orden divino, sino que directamente saca al ser humano del mundo para trasladarlo a otra realidad superior, espiritual, trascendente.
Ya no es necesario quebrar el orden para poder incluir en él todo lo que había quedado fuera. El Reino de los Cielos es la culminación de la liberación del ser humano: En el Reino los hombres viven dentro del orden social y religioso sin pertenecer ni a uno ni a otro, sino sostenidos por la presencia del Espíritu de la Verdad dentro del propio ser.

Cristo saca al ser humano de la opresión de las limitaciones racionales de todos los ordenes excluyentes para liberarlo en una Verdad que lleva a la completa Libertad interior. En esta Libertad nada queda excluido, por eso es germen de una realidad nueva, espiritual, que no lucha por derribar el poder, sino por expandirse desde abajo.
Pero la presencia del Reino en el mundo es ya un principio de inestabilidad para los poderosos que rigen las sociedades, y aún más peligroso porque, aunque no suscite ninguna revolución armada, impregna al pueblo en su propio corazón al mostrarle una realidad espiritual que sintoniza espontáneamente con la sensibilidad más sencilla.

Para prevenir el derribo del poder desde los propios cimientos, instintivamente la sociedad integra el cristianismo dentro de otro orden, y así neutraliza el inmenso Poder del Espíritu, robándoselo al pueblo y asignando el privilegio de su Luz a los líderes y jefes de las instituciones. De esta manera refrenan la amenaza del Poder de la Verdad.
Una vez que ya la sal no es salada y que, embotado el filo de su Espada, el mensaje de Cristo ha perdido toda peligrosidad, entonces las iglesias cristianas se debilitan, se reducen a instituciones religiosas, con sus preceptos morales, su mitología y sus libros sagrados. Todo perfectamente integrado en un orden manipulable por los poderosos.

Donde los seres humanos se reúnen en un clima de solidaridad para compartir unos ideales, sean espirituales o materiales, se suscita una fuerza superior que les aúna y les lleva a una sensación de plenitud. Pero este fenómeno obedece una ley natural que no depende de la naturaleza de estos ideales, sean religiosos, sean estrictamente materiales.
La sensación de plenitud que puedan sentir los fieles en una reunión celebrada en una iglesia cristiana no es esencialmente distinta que la que puedan sentir los fieles de otra religión cuando se reúnen en asamblea, ni siquiera de la que puedan sentir los hombres en reuniones de otra índole, cuando se respira un clima de fraternidad y complicidad.

La Eucaristía encorsetada por los ritos, observada y controlada por los jerarcas, atenta al rigor de los dogmas, de las tradiciones, de los contenidos impuestos por los doctores religiosos, esta Eucaristía de índole racional puede producir una gran sensación de plenitud, pero siempre estará lejos de ser la verdadera Eucaristía instituida por Cristo.
La única Eucaristía donde Cristo hace acto tangible de presencia es aquella que esté por encima de todo orden social y religioso, es decir, que sea la expresión aunada de la presencia real del Reino del Amor, única Patria y verdadero Hogar del hombre libre que ata y desata en el mundo desde la Verdad de su interior porque ha encarnado al Cristo.

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